Niza

    depositphotos_116663146-stock-photo-nice-france-on-google-mapsEl atentado de Niza, que ha dejado (de momento) 84 muertos, muchísimos heridos e incontables ataques de nervios, merece mucha reflexión. Hasta ahora, los diarios se han centrado en comunicar los hechos, lo cual es lógico porque lo más urgente es conocer qué ha pasado. Pero es ya hora de ir analizar por qué ha pasado. Soy contrario a la opinión de aquellos que sostienen que el periodismo debe ceñirse a los hechos y ser objetivo. Pienso, por mi parte, que para contar las cosas no se necesita estudiar un grado. El periodista no sólo debe contar lo sucedido. A mi modo de ver, también es su misión explicar la realidad, descifrar las causas de los hechos, el por qué ocurren y, sobre todo, por qué ocurren así y entonces y no de otra manera o en otro tiempo. Por eso, me vais a permitir que reflexione. Aunque, debido a mi limitada capacidad, sólo lo haga sobre dos o tres aspectos –que seguramente no serán, ni siquiera, los más importantes-. Y, aunque todavía debemos dilucidar si el causante de la matanza de Niza era o no un terrorista radicalizado o sólo un asesino en masa activado por circunstancias personales (como la pérdida de pareja), voy a reflexionar sobre el terrorismo radical islamista.

     En primer lugar, me llama la atención, precisamente, esa falta de análisis ya no en los diarios (muy pocos son los que entrevistan a expertos o les dan el espacio suficiente para que su discurso se imponga al gallinero periodístico de turno), sino en los políticos que, para bien o para mal, son los que tienen la obligación y la potestad de tomar medidas contra esta barbarie. Demasiado frecuentemente les escucho hablar de combatir el terrorismo, de no permitir que nos venza el miedo, de solidaridad con las víctimas y sus familiares. Cómo se traducen estos bonitos discursos en hechos es, sin embargo, muy decepcionante.

     Para empezar, hablar de combatir el terrorismo no es enviar tropas a Siria. Ni siquiera exterminar al DAESH. Pensar tal cosa es como creer que una infección se cura con cataplasmas que ayuden a extinguir la fiebre. Confundir el síntoma con la etiología. Y, como no puedo concebir –llámenme ingenuo-, que los políticos y todo su ejército de asesores sean tan ignorantes, la lógica, sin quererlo yo, me obliga a pensar que no es ignorancia, sino interés. Desgraciadamente, concluyo, los políticos no tienen freno en utilizar cualquier asunto, circunstancia, material o proceso (sea social, cultural, histórico, estratégico o legal) en su propio y narcisista provecho.

     Vamos por partes. Combatir a un enemigo de manera eficaz supone el uso de varias estrategias: destruir los puentes, interceptar sus mensajes, bombardear sus arsenales… en definitiva: hay que

  1. A) recortar su libertad de movimientos
  2. B) concentrarles en un lugar donde sea fácil el ataque y
  3. C) eliminar su capacidad de respuesta.

     Pero da la casualidad de que DAESH (por favor, no utilizar Estado Islámico, no bailarles el agua y no contribuyáis a que se extienda la idea de que es un Estado, no dejar que cale su “mensaje”, su “propaganda”), el DAESH, digo, actúa en toda Europa. Por tanto, no estamos limitando su capacidad de movimientos. ¿Cómo podríamos hacerlo? Y aquí se me ocurren varias posibilidades: preparar a los funcionarios en prisiones (uno de los principales centros de reclutamiento) para conocer el árabe y disponer de tecnología que haga conocer a estos funcionarios los vínculos de los presos con el terrorismo islámico, por ejemplo; olvidar la “clase de religión” tal y como la entendemos (como una clase de catecismo católico) y empezar a conocer de verdad los valores de otras religiones, como el Islam (el Islam real, para que sea más difícil que la manipulación de los radicales cale en los jóvenes) o crear políticas que fomenten de verdad (no para cubrir el expediente y justificar el presupuesto), la integración y erradiquen la xenofobia- Esto último es importante porque da la casualidad que las segunda generación de inmigrantes, es decir, los hijos ya nacidos en países de Europa pero de padres inmigrantes de países islamistas, no se sienten integrados. Esto les lleva a que no sientan ningún tipo de unión con su patria, la patria de adopción de sus padres, -lo que hace más fácil que atenten en ella- ni por la patria de origen de la familia con la que tampoco tienen vínculo alguno e incluso, muchas veces, ni siquiera se ha pisado. Este sentimiento de apátrida les hace buscar otros grupos de pertenencia y, si no los encuentran, pueden acercarse al único que puede ofrecerles un vínculo de pertenencia: la religión. Y el acercamiento a la religión puede hacerse por la vía adecuada o por la radical.

     Además, la estrategia de reclutamiento de DAESH ha cambiado, junto a los habituales islamistas a los que radicalizan y adiestran militarmente, los terroristas se nutren ahora, también, de jóvenes desarraigados, violentos o que muestran conductas antisociales, desafecto o animadversión por el sistema y que están “enfadados con el mundo”, al haberse frustrado sus expectativas y sus sueños (fácil en tiempos de crisis como la que aún arrastramos). Aunque estos jóvenes no tengan demasiado conocimiento del Islam, resultan mejores muyahidin porque no es necesario inculcarles el odio a la sociedad occidental. Es mucho más fácil convencer a un violento a que actúe con violencia en el nombre de Alá o del ideal que sea a convencer a un radical religioso a que cometa una barbarie; sencillamente porque es más fácil encauzar la violencia que ya existe en el joven hacia un propósito que tener que generar en alguien, por radical que sea, la idea de la necesidad de una acción violenta contra una cantidad ingente de personas (y luego entrenarle para ello).

     Otro aspecto es concentrarles en un lugar donde sea más fácil el ataque. Es indudable que las acciones contra DAESH en Siria van dando sus frutos, pero volvemos a la misma idea: los terroristas están también más allá de Siria: tienen combatientes por todo el Magreb, en Iraq, en Egipto, en Arabia Saudí y, claro está, también en el interior de Europa. Por eso el primer punto es tan importante. Si no se permite que la semilla radical terrorista se asiente en Europa verán limitados sus movimientos y el terrorismo se agrupará en los países árabes, e incluso sólo en parte. Suena utópico, pero hay que intentarlo. Y no es una labor de días ni de meses, sino de años.

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     Finalmente, porque me he extendido demasiado y no quiero cansar a algún hipotético lector que haya aguantado hasta aquí, sólo podremos bombardear sus arsenales de una forma: impidiendo que se nutran de más armamento. El día en que DAESH no tenga armas o munición para dispararlas, se habrá acabado DAESH. Pero claro, para eso hacen falta, al menos, tres cosas: la primera es cortar sus fuentes de financiación para que no logren adquirir más armas en los mercados tanto legales como ilegales. En segundo lugar, que los estados se impongan no vender armas a países que sabemos amigos de los terroristas y a través de los cuales les llegan esas armas. España mismo, mientras a Mariano Rajoy se le llena la boca de soflamas contra el terrorismo, vende armas a Arabia Saudí, desde donde son vendidas a países y pelotones del DAESH. Incluso cuando hay tratados internacionales que embargan la venta de armas países donde gobierna directa o indirectamente el DAESH, Al-Qaida u otros grupos terroristas (para una pequeña lista, consultar esta página de Agenda Del Crimen), nada impide que éstos las consigan mediante terceros: nosotros se la vedemos a Arabia Saudí y ellos, que no están sujetos a esos tratados censores, se las venden, a su vez, al DAESH. En tercer lugar, los Estados deben insistir y enrocarse en la respuesta diplomática a los conflictos, en lugar de hacer rentable las guerras en los países islámicos. Habrá a quien le suene a paranoia conspiranoica, pero lo cierto es que hay complicadas redes de intereses en torno a mantener y prolongar las guerras “fuera del territorio”. Europa, Rusia, China, Estados Unidos, Gran Bretaña… Todos los Estados tienen intereses económicos que pasan por un desarrollo sostenido de la industria armamentística. Sólo en 2014, según informe del SIPRI (Stockholm International Peace Research Institute), esta industria movió en el mundo un total de 401 billones de dólares americanos, doblando la cantidad de 12 años atrás cuando, en 2002, supuso un total de 196 billones. Y téngase en cuenta que las industrias subsidiarias pasan por un abanico impensable de otras actividades económicas: desde químicos para explosivos hasta la industria metalúrgica, pasando por la del caucho (por ejemplo, para las ruedas de los vehículos militares) o la de puertas de aviones (en la que destaca España, por cierto). El omnívoro poder de esta industria (la de armas, claro, no la de las puertas) ha provocado que, incluso, un mismo país venda armas a los dos rivales en conflicto. Sin embargo, alimentar y mantener las guerras en las latitudes en las que grupos como DAESH, Al-Qaida, AQMI o Boko Haram, por ejemplo (estos dos últimos uno filial de Al-Qaida y el otro de DAESH), implica que muchas armas pueden ser perdidas y encontradas por los terroristas (incluso armamento pesado) o interceptadas por ellos a los combatientes.

     En suma. Combatir a DAESH supone, lejos de articular bonitos discursos, modificar radicalmente las estrategias gubernamentales en materia de política exterior y de política educativa y social. Requiere, también, una fuerte voluntad de dotar a la inteligencia (sí, los espías, pero suena mejor dela otra forma) y a la policía, de los medios suficientes y necesarios para localizar a los reclutadores e interceptar a los suicidas. Y, finalmente, implica renunciar a los intereses puramente económicos que reportan cientos de billones de euros a los Estados en aras de una convivencia pacífica. ¿Creen que nuestros políticos están dispuestos a hacer el esfuerzo o, por el contrario, piensan que es mucho pedir? … Sí. Yo también.